LA VIDA CONSAGRADA, EPIFANIA DE LA GLORIA DE DIOS

Publicado el 02-02-2017 en Caracas, Venezuela


Homilía de San Juan Pablo II durante la Misa de la fiesta de la Presentación del Señor (Roma, 2-2-1994)

«Portones, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria", (Sal 24, 7).

Con estas palabras del salmo, la liturgia de esta fiesta saluda a Jesús, nacido en Belén, mientras por primera vez atraviesa el umbral del templo de Jerusalén. Cuarenta días después de su nacimiento, María y José lo llevan al templo, para cumplir la ley de Moisés: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor" (Lc 2, 23; cf. Ex 13, 2.11). El evangelista Lucas pone de relieve que los padres de Jesús son fieles a la ley del Señor, la cual recomendaba la presentación del recién nacido y prescribía la purificación de la madre. Con todo, la palabra de Dios no quiere atraer la atención hacia esos ritos, sino más bien hacia el misterio del templo que hoy acoge a aquel que la antigua alianza prometió y los profetas esperaron. A él estaba destinado el templo. Debía llegar el día en que él entraría como «el ángel de la alianza" (cf. Mi 3, 1) y se manifestaría como "luz para iluminar a las naciones y gloria del pueblo (de Dios) Israel" (Lc 2, 32). Esta fiesta es una gran anticipación de la Pascua. En efecto, en los textos y en los signos litúrgicos vislumbramos, casi en un solemne anuncio mesiánico, lo que deberá realizarse al término de la misión de Jesús en el misterio de su Pascua. Todos los que se hallan presentes en el templo de Jerusalén, tal vez sin darse cuenta, son testigos de la anticipación de la Pascua de la nueva alianza, de un acontecimiento ya cercano en el misterioso Niño, un evento capaz de conferir nuevo significado a todas las cosas.

Las puertas del santuario se abren al rey admirable, que "está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser signo de contradicción," (Lc 2, 34). En ese momento, nada hacía pensar en su realeza. Aquel bebé de cuarenta días es un niño normal, hijo de padres pobres. Los más íntimos saben que ha nacido en un establo cerca de Belén. Recuerdan los cantos celestiales y la visita de los pastores, pero ¿cómo pueden pensar, incluso los más cercanos, incluso María y José, que ese niño -según las palabras de la carta a los Hebreos- está destinado a ocuparse de la descendencia de Abraham como único sumo sacerdote ante Dios para expiar los pecados del mundo (cf. Hb 2, 1 6-1 7)? En realidad, la presentación de este niño en el templo, como la de cualquiera de los primogénitos de las familias de Israel, es signo precisamente de esto: es el anuncio de todas las experiencias, los sufrimientos y las pruebas a las que él mismo se someterá para socorrer a la Humanidad, a aquellos hombres que la vida muy a menudo pone a dura prueba.

Será él, misericordioso, único y eterno sacerdote de la nueva y eterna alianza de Dios con la Humanidad, quien revele la misericordia divina. El, el revelador del Padre, que "tanto amó al mundo," (Jn 3, 16). El, la luz que ilumina a todo hombre, a lo largo de toda la historia. Pero, siempre por este motivo, en toda época Cristo se convierte en "signo de contradiccióm" (Lc 2, 34). María que hoy, como joven madre, lo lleva en brazos, será partícipe, de modo singular, de sus sufrimientos; una espada traspasará el alma de la Virgen, y ese sufrimiento, unido al del Redentor, servirá para llevar la verdad a los corazones de los hombres (cf. Lc 2, 35).

El templo significa la espera del Mesías

El templo de Jerusalén se convierte así en teatro del evento mesiánico. Después de la noche de Belén, ésta es la primera manifestación elocuente del misterio de la divina Navidad. Es una revelación que viene de lo más profundo de la antigua alianza. En efecto, ¿quién es Simeón, cuyas palabras inspiradas resuenan bajo la bóveda del templo de Jerusalén? Es uno de los que "esperaban la consolación de Israel" con una fe inquebrantable (cf. Lc 2, 25). Simeón vivía de la certeza de que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor: certeza que le venía del Espíritu Santo (cf. Lc 2, 26). Y ¿quién es Ana, hija de Fanuel? Una viuda anciana, que el Evangelio llama "profetisa", y que no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones (cf. Lc 2, 36-37).

Los personajes que toman parte en el acontecimiento que conmemoramos hoy constituyen un gran símbolo: el símbolo del templo, el templo de Jerusalén, construido por Salomón, cuyos pináculos indican los caminos de la oración a toda generación de Israel. En efecto, el santuario es la coronación del camino del pueblo a través del desierto hacia la tierra prometida, y expresa una gran espera. De esta espera habla toda la liturgia de hoy. En efecto, el destino del templo de Jerusalén no sólo representa la antigua alianza. Su auténtico significado era, desde el inicio, la espera del Mesías: el templo, construido por los hombres para la gloria del Dios verdadero, debería ceder su lugar a otro templo, que Dios mismo edificaría allí, en Jerusalén.

Hoy viene al templo aquel que asegura que cumple su destino y lo debe reconstruir. Un día, precisamente enseñando en el templo, Jesús dirá que ese edificio construido por manos de hombres, ya destruido por los invasores y reconstruido, sería abatido de nuevo, pero esa destrucción marcaría como el inicio de un templo indestructible. Los discipulos, después de la resurrección, comprendieron que el "templo" del que hablaba era su cuerpo (cf. Jn 2, 20-21).

Hoy, por consiguiente, amadísimos hermanos, estamos viviendo una singular revelación del misterio del templo, que es uno solo: Cristo mismo. El santuario, también esta basílica, debe servir para el culto, pero sobre todo para la santidad. Todo lo que tiene relación con la bendición, en particular con la dedicación de los edificios sagrados, también en la nueva alianza, expresa la santidad de Dios, que se da al hombre en Jesús y en el Espíritu Santo. La obra santificadora de Dios se realiza en los templos hechos por la mano del hombre, pero su espacio más apropiado es el hombre mismo. La consagración de los edificios, por más suntuosos que sean, es símbolo de la santificación que el hombre recibe de Dios mediante Cristo. Por medio de Cristo, toda persona, hombre o mujer, está llamada a convertirse en templo vivo en el Espíritu Santo: templo en el que realmente habita Dios. De ese templo espiritual habló Jesús en su conversación con la samaritana, revelando quiénes son los verdaderos adoradores de Dios, es decir, los que le adoran «en espíritu y en verdad" (cf. Jn 4, 23-24).

La basílica de San Pedro se alegra hoy con vuestra presencia, amadísimos hermanos y hermanas, que procedéis de tan diversas comunidades y representáis al mundo de las personas consagradas. Por una hermosa tradición sois vosotros los que formáis la santa asamblea en esta solemne celebración de Cristo, "luz de los pueblos". En vuestras manos lleváis los cirios encendidos; en vuestros corazones lleváis la luz de Cristo, unidos espiritualmente a todos vuestros hermanos y hermanas consagrados en todos los rincones de la tierra: vosotros constituís el insustituible e inestimable tesoro de la Iglesia.

La historia del cristianismo confirma el valor de vuestra vocación religiosa: sobre todo a vosotros, a través de los siglos, está vinculada la difusión del poder salvífico del Evangelio entre los pueblos y las naciones, en el continente europeo y luego en el nuevo mundo, en Africa y en el Extremo Oriente. Queremos recordarlo especialmente este año, durante el cual se celebrará la asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a la vida consagrada en la Iglesia. Debemos recordarlo para dar gloria al Señor y para orar a fin de que una vocación tan importante, juntamente con la de la familia, no quede ahogada de ninguna manera en nuestro tiempo, y menos aún en el tercer milenio, ya tan cercano.

Vuestra plegaria suscitará vocaciones jóvenes

Esta celebración eucarística reúne a personas consagradas que actúan en Roma, pero con la mente y el corazón nos unimos a los miembros de las órdenes, las congregaciones religiosas y los institutos seculares, esparcidos por el mundo entero, y de manera especial a los que dan un testimonio particular de Cristo, pagándolo con enormes sacrificios, incluido el del martirio. Con especial afecto pienso en los religiosos y religiosas presentes en las regiones de la ex Yugoslavia y en los demás territorios del mundo víctimas de una absurda violencia fratricida. Al saludaros a vosotros, saludo también a los demás representantes de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, al cardenal prefecto, al secretario y a todos los colaboradores. Es vuestra fiesta común. Sea glorificado en vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, Cristo, luz del mundo. Sea glorificado Cristo, signo de contradicción para este mundo. En él vive el hombre; en él cada uno se convierte en gloria de Dios, como enseña San Ireneo (cf. Adv. haer. 4, 20, 7). Vosotros sois epifanía de esta verdad. Por eso sois tan amados en la Iglesia y difundís una gran esperanza en la Humanidad. Hoy, de modo especial, suplicamos al Señor que el fermento evangélico de vuestra vocación llegue cada vez a más corazones de chicos y chicas, y los impulse a consagrarse sin reservas al servicio del Reino.

Esto lo digo pensando también en los demás presentes, que han venido para la audiencia general del miércoles. Ciertamente, muchos de ellos conocen a las personas consagradas, se dan cuenta del precio de esta consagración personal en la Iglesia, deben mucho a las religiosas, a los hermanos religiosos que trabajan en los hospitales, en las escuelas, en los diversos ambientes de cada pueblo del mundo, en toda la tierra. Quisiera invitar a estos huéspedes de nuestra audiencia general de hoy, dedicada a la vida religiosa, a orar por todas las personas consagradas del mundo, a orar por las vocaciones. Tal vez esta oración suscitará alguna vocación en los corazones de los jóvenes. Junto con María y José, nos dirigimos hoy en peregrinación espiritual al templo de Jerusalén, ciudad del gran encuentro. Y con la liturgia decimos: "Portones, alzad los dinteles..." Los que pertenecen a la descendencia de la fe de Abraham encuentran en ella un punto de referencia común. Todos desean que esa ciudad se convierta en un significativo centro de paz, para que -según la palabra profética del Apocalipsis- Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los hombres (cf. Ap 21, 4), y ese muro, que ha permanecido a lo largo de los siglos como resto del antiguo templo de Salomón, deje de ser el muro de las lamentaciones, para convertirse en lugar de paz y de reconciliación para los creyentes en el único Dios verdadero.

Nos dirigimos hoy en peregrinación a esa ciudad, de modo especial, nosotros que del misterio de Cristo hemos recibido la inspiración de toda la vida: una vida dedicada sin reservas al reino de Dios. Nuestra peregrinación culmina en la comunión con el cuerpo y la sangre que el Hijo eterno de Dios tomó al hacerse hombre para presentarse al Padre, en la carne de su Humanidad, como sacrificio espiritual perfecto, y dar así cumplimiento a la alianza sellada por Dios con Abraham, nuestro padre en la fe, y llevada a la perfección en Cristo (cf. Rm 4, 16).

El Obispo de Roma mira con amor hacia Jerusalén, de la que un día partió su primer predecesor, Pedro, y vino a Roma impulsado por la vocación apostólica. Después de él, también el Apóstol Pablo. Al término del segundo milenio, el Sucesor de Pedro se arrodilla sobre esos mismos lugares santificados por la presencia del Dios vivo. Peregrinando por el mundo, a través de ciudades, países, continentes, permanece en comunión con la luz divina que brilló precisamente allí, en la tierra realmente santa, hace dos mil años para iluminar a las naciones y los pueblos del mundo entero, para iluminarnos, amadísimos hermanos.

SAN JUAN PABLO II

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