La búsqueda de lo que agrada al Señor: necesidad del discernimiento

Publicado el 02-02-2017 en Caracas, Venezuela


Si la moral es la ciencia que nos enseña a ser dóciles y obedientes a la Palabra, cualquier llamada que de ella provenga, por muy privada y original que sea, creará de inmediato una obligación de la que el cristiano tiene que sentirse responsable. Cuando Dios se acerca e insinúa su voluntad para llevar a cada uno por un sendero concreto, nadie puede defenderse con la excusa de que tales exigencias no pertenecen al campo de la ética o que no constituyen verdaderos y auténticos imperativos, aunque no sean válidos para los demás. Una ética cristiana debería ser siempre una ayuda para descubrir esta vocación personalizada. Pero cuando se trata de encontrarla, no basta el simple conocimiento y aceptación de todos los valores y principios éticos, incapaces por su universalidad de cumplir con una tarea semejante, sino que se requiere un serio discernimiento espiritual, "la clave de toda la moral testamentaria". Por eso resulta desconcertante que el tema no se exponga en ningún tratado de moral, ni siquiera se hable de él en los escritos de ética relacionados con la Biblia. Es san Pablo sobre todo quien otorga al discernimiento una importancia decisiva en la vida ordinaria de cada cristiano. "La expresión `lo que agrada al Señor' aparece siempre, en los escritos de Pablo, en relación y en función del discernimiento personal, no propiamente como aplicación de una norma o ley a los casos particulares y concretos..., es siempre el resultado de un descubrimiento personal, que tiene que hacer el propio creyente". De ahí el interés que reviste el término dokimazein en orden a conocer la voluntad de Dios como el único camino válido y acertado .

No resulta extraño, por ello, que cuando se busca una caracterización en la fisonomía del adulto espiritual a diferencia de los rasgos específicos del niño, se nos dé precisamente este signo: "sensibilidad entrenada en distinguir lo bueno de lo malo" (Heb 5,14). Esto último sería suficiente para fijar, al menos en teoría dónde se encuetra el ideal de la vida cristiana, superando el miedo más o menos latente a que los cristianos caminen por ese sendero. Muchos creen todavía que la mejor manera de educar en la fe es mantener a los hombres en un estado de infantilismo espiritual permanente, arropados por la ley y la autoridad, sin ninguna capacidad de discernimiento. La afirmación bíblica es demasiado clara cuando considera como niños a los que no tienen este juicio moral (cf Heb 5,13). El único peligro que existe en este campo, como en tantos otros, es darle al discernimiento un significado ajeno a lo que nos enseña la revelación. No se puede negar el riesgo de un subjetivismo engañoso y autosuficiente para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la conducta en función de nuestros propios intereses. Todos tenemos experiencias constantes de nuestras faltas de objetividad, que hacen ver las mismas cosas con perspectivas muy diferentes. Son múltiples los factores que pueden influir en el psiquismo y que dificultan la lucidez de nuestros puntos de vista.

El sujeto que discierne no es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie de influencias que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una forma neutra ante sus decisiones, pues ya está afectado por su estructura psicológica, con todo el mundo de experiencias pasadas y de sentimientos frente al futuro, que le están condicionando. Esforzarse por reconocer la situación personal y concreta desde la que se efectúa es una condición imprescindible para no espiritualizar con exceso lo que se explica por otras raíces. La misma ideología política, la cultura ambiental, el nivel económico con los que cada uno se encuentra identificado influyen, más de lo que a veces se piensa, en que los análisis y juicios de una misma realidad sean divergentes. Si a esto añadimos el influjo de los mecanismos inconscientes, que operan de manera subrepticia y que condicionan con más fuerza la visión personal, el peligro de una deformación o engaño es fácil y comprensible.

Condiciones básicas para efectuarlo: el abandono de los esquemas humanos

Cuando se constatan, sin embargo, las exigencias básicas para efectuarlo con garantía, que aparecen en la revelación como condiciones previas y básicas, se comprende fácilmente que, a pesar de las dificultades, no quede tanto sitio para la anarquía, el engaño o el libertinaje. El mismo san Pablo aconseja a los fieles la prudencia y la reflexión: "No seáis irreflexivos, tratad de comprender lo que Dios quiere" (Ef 5,17). Y es que siempre que se habla de discernir, los textos manifiestan la urgencia y necesidad de una transformación profunda en el interior de la persona. La inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano, requieren un cambio radical, que las coloca en un nivel diferente al anterior y les posibilita un conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser simplemente humanas. Se trata ahora de conocer y amar de alguna manera con los ojos y el corazón de Dios. El presupuesto fundamental, por tanto, es una previa conversión, en su sentido más auténtico, para recibir esa nueva forma de enjuiciar y sentirse afectado siempre que se necesite tomar una opción. Algunos textos paulinos señalan expresamente la urgencia de este cambio y renovación. Al comienzo de la parte moral aparece una súplica vehemente a los cristianos de Roma a que respondan a la elección misericordiosa de Dios, haciendo de la propia vida una entrega y una oblación, que constituye la liturgia y el culto verdadero. Si los romanos han sido objeto de la mirada cariñosa y benevolente de Dios, ellos tienen que responder de una manera semejante "para ser capaces de distinguir la voluntad de Dios, lo bueno, agradable y acabado" (Rom 12,2). La única condición para conseguir esa meta es volverse intransigente con el estilo y los esquemas humanos = `no os amoldéis a este mundo" - y sentirse recreados por una inteligencia superior -"sino dejaos transformar por la nueva mentalidad". Lo más significativo es la fuerza de los verbos utilizados. La asimilación superficial, pasajera y mentirosa (sjema), como la de los falsos apóstoles que se disfrazan de mensajeros de la luz (2Cor 11,13-14), es la que hace semejantes al mundo, mientras que para la renovación profunda y verdadera emplea siempre los compuestos de morfé. Una renovación que, en este caso concreto, afecta a la inteligencia (nous) no como simple facultad de conocimiento, sino como principio de un juicio práctico, y de tal manera la modifica que emplea la misma palabra para designar el cambio cualitativo y completo que se opera con el bautismo.

Sólo cuando se abandonan los criterios' mundanos, la propia escala de valores y se acepta un nuevo orden desconcertante, una sabiduría diferente (cf 1Cor 1,20-21), se está capacitado para discernir de verdad. Los hombres vendidos al mundo no podrán comprender nunca los criterios de Dios. Y es que la unidad profunda entre el ser y el actuar del cristiano tiene también aquí una perfecta aplicación. Mientras no se realice una conversión interna no es posible un discernimiento adecuado. La antítesis a esta postura la había recogido en el capítulo primero de la misma carta, al exponer el problema de la justificación. La vida malvada de los paganos, que han roto "toda regla de conducta", llenos como están de toda clase de injusticia, perversidad, codicia y maldad..." (Rom 1 28-29), es una consecuencia del rechazo de Dios, que le provoca la perversión precisamente de la inteligencia para conocer. Como había explicado poco antes, "su razonar se dedicó a vaciedades y su mente insensata se obnubiló" (1,20-21). El desconocimiento y la lejanía de Dios les ha llevado a la degradación más espantosa, pues no pueden ya discernir lo que les conviene.

Artículos Similares