El tema de la paciencia

Publicado el 11-02-2017 en Caracas, Venezuela


Por su recurrencia misma el tiempo de Adviento es un período privilegiado para la conderación más profunda del tema de la paciencia. La paciencia pertenece a la categoría del amor. Mas el hombre es con mucha frecuencia impaciente, ya que inconscientemente busca la eficacia; desea palpar resultados tangibles, y si emprende un proyecta a largo plazo, tiende a hacer un inventario de las realizaciones parciales. Le gustaría, en el dominio espiritual y moral, llegar a la cumbre al primer intento y se subleva contra las necesarias vueltas a empezar. El cristianismo, puesto que está fundado sobre el amor, invita a reaccionar contra estas tendencias espontáneas, y es importante reflexionar sobre ellas.

En este sentido, el tema de la paciencia es un buen complemento del tema de la conversión. Algunos identificarían gustosamenté la Iglesia de los convertidos con una Iglesia de "puros" que, según ellos, sería distintamente eficaz que una Iglesia de pecadores. Pero una Iglesia de estas características sería, de hecho, inoperante, ya que pronto adquiriría el aspecto de la intolerancia.

 

La antigua alianza o el tiempo de la paciencia divina

La infidelidad de Israel a sus obligaciones con la alianza provoca la cólera divina. Los profetas no se han olvidado de leer las señales de esta cólera en los descalabros que se amontonan sobre el pueblo elegido. Las mis mas naciones sirven a Yahvé de instrumentos para llevar a cabo su venganza.

Los profetas, sin embargo, nunca se quedan en la sola lectura de hechos. La cólera no es la última palabra de la manifestación divina. El perdón se la lleva consigo siempre. Yahvé es rico en gracia y en fidelidad y siempre está dispuesto a dejar atrás sus amenazas siempre que Israel retorne al camino de la conversión. La paciencia divina para con los pecadores alcanzará incluso a las naciones paganas; como lo recuerda la historia de Jonás, la misericordia de Yahvé está abierta a todos los que hacen penitencia.

Pero Israel, en ese momento, no saca todas las consecuencias de esta revelación de Dios. Incluso el Israel más significativo, el de los pobres, es impaciente. Sin reparos de ninguna clase, los pobres de la antigua alianza claman por la venganza divina sobre sus enemigos-¡y Dios sabe si hay motivos para ello, desde los gentiles hasta sus conciudadanos mediocres!-y están preocupados de que tarde en manifestarse.

 

La paciencia de Jesús, encarnación de la paciencia divina

Jesús inaugura el Reino de los últimos tiempos. Pero, en vez de aparecer aparatosamente como el juez que establece una línea divisoria entre los buenos y los malos, se presenta como el pastor universal. Ha venido, ante todo, para los pecadores, e invita a todos a reconocerse como tales. A nadie excluye del Reino: todos están llamados a él, todos pueden entrar. Por su actitud a lo largo de su vida, Jesús encarna la paciencia divina para con los pecadores. Ningún pecado aparta al hombre del poder misericordioso dei Padre. La voluntad divina de perdón es ilimitada.

El secreto de esta paciencia de Jesús es el amor. Jesús ama al Padre con el mismo amor que es amado, pues es el Hijo. Cuando se vuelve a los hombres, los ama con el mismo amor que el Padre. Este amor es, por naturaleza, universal. Veamos ahora por qué el amor encuentra en la paciencia una de las mejores expresiones de él mismo.

El amor invita al diálogo, a la reciprocidad perfecta. Para Jesús, amar a los hombres es invitarlos, con un infinito respeto de lo que son, a dar una respuesta libre de colaborador. Esta respuesta libre de colaborador en el amor, puesto que es única eirreducible a cualquiera otra, exige tiempo; se edifica poco a poco, y el itinerario en que toma cuerpo constituye una verdadera aventura espiritual donde las avanzadas limitan con los retrocesos, la entrega de sí con el repliegue sobre sí. El amor con que Jesús ama a los hombres puede ser calificado de amor paciente, ya que hay respeto íntegro del otro en su propia alteridad.

No está todo dicho. Para Jesús, amar a los hombres es amarlos hasta en su pecado, hasta en su negativa al designio de Dios sobre ellos. Es el pecado de los hombres lo que conduce a Jesús a la cruz. Pero la mayor prueba de amor es dar su vida por los que uno ama. El amor persiste, se hace más profundo, se afirma victorioso incluso donde el pecado del hombre hiere a Jesús de muerte. En su pasión es, por tanto, donde se manifiesta plenamente la paciencia de Jesús. En el momento supremo en que el plan divino parece puesto en tela de juicio por la actitud de los hombres, el amor se hace totalmente misericordioso: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Jesús ha amado a los hombres hasta el final.

La paciencia de Jesús escandaliza, ya que es testimonio de un amor a Dios y a los hombres construido en la total renunciación de Sí. Dejarse atar por el amor que Jesús propone a los hombres, supone que uno acepta, a su vez, esta exigencia de pobreza radical. Pero el hombre siente pavor ante este total desprendimiento, pues tiene la impresión de perderlo todo. Jesús, al mostrarnos con su vida y con su muerte el misterio de la paciencia divina, nos invita a perderlo todo para ganarlo todo

 

La Iglesia y la tolerancia universal del amor

Al ser el Cuerpo de Cristo, la misión de la Iglesia es encarnar entre los hombres la paciencia de Jesús. Su misión en este mundo no es hacer el tresillo entre los buenos y los malos, sino poner de manifiesto el verdadero carácter del amor.

Fundada sobre el amor, la Iglesia invita, en primer lugar, a sus miembros al respeto absoluto del otro, sea creyente o no creyente. La Iglesia no ata; engendra en el amor de Cristo verdaderos colaboradores libres. Todo hombre está llamado por ella a aportar su piedra irreemplazable para la construcción del Cuerpo de Cristo, para cooperar de forma original en la realización de la historia de la salvación. Este respeto total del otro toma visos de paciencia, ya que necesariamente incluye un elemento que se llama tiempo. Es preciso mucho tiempo para reconocer al otro tal como es llamado por Dios a marchar en pos de El; es preciso mucho tiempo para despojarse de sí y estar en condiciones de aceptar al otro tal cual es. Los hechos lo demuestran abundantemente: es, por ejemplo, difícil no confundir la Verdad con la expresión que se da uno a sí mismo de ella. El cristiano no logra escapar a la tentación de intolerancia.

Por otra parte, y paralelamente a lo que se ha dicho de Jesús, el amor del que la Iglesia debe dar testimonio la conduce inevitablemente a conocer las tribulaciones. El hombre aspira a la fraternidad entre sus semejantes, pero no desea espontáneamente este amor que remonta los muros de separación, si al aceptar sus lazos, le hace perder toda seguridad humana, si para vivir con ese amor es preciso poner en Dios su único punto de apoyo. Por eso la Iglesia, sinceramente, no puede tener mejor aceptación que la que ha tenido el propio Jesús. Con mucha frecuencia, el mundo trata de ponerla a su servicio, y cuando resiste, la persigue. Pero es entonces cuando revela su verdadero carácter: soportando con paciencia el fracaso aparente, manifiesta que el amor ha vencido ya, de una vez rara siempre, la muerte y el pecado.

 

La misión y la lentitud del Reino

La misión es el lugar más idóneo para aprender la paciencia mediante el amor. Misionar es, en efecto, desplegar a escala de la humanidad el misterio de la caridad fraterna. La misión es la obra privilegiada del amor, y los requisitos de este son los que descubren el verdadero carácter de la misión. Cuando no actúa bajo el signo del amor, la misión se degrada automáticamente en propaganda o en tentativas de anexión.

Ahora bien, la misión es, de hecho y de derecho, una empresa extraordinariamente densa y larga. La transmisión del misterio de Cristo de un espacio cultural ya cristianizado a otro espacio cultural donde el Evangelio aún no ha sido anunciado, pone en juego todas las dimensiones del encuentro con el otro, y especialmente las dimensiones colectivas de este encuentro. Poco a poco los misioneros llegan a participar de verdad en la vida del pueblo que han de evangelizar, y, poco a poco, también, un pueblo acude al encuentro de Cristo bajo el impulso del Espíritu. Es todo el ser el que se encuentra comprometido por ambas partes.

Pero la misión es, además, una obra de paciencia por otra razón más profunda. Por ser un llamamiento a la comunión universal en el desprendimiento total de sí, la misión no deja de estar expuesta a la negativa de los hombres. La paciencia en las tribulaciones, exigida a la Iglesia entera para que se conforme a la imagen de la Cabeza, conviene de manera muy especial a los que tienen la misión como cargo. Jesús vino a realizar el destino de Israel, y fue clavado en la cruz; lo mismo le ocurre a la Iglesia donde quiera que se presenta para completar el itinerario espiritual de un pueblo.

 

La Eucaristía, signo eficaz de la paciencia de Cristo

Nadie puede reconsiderar la paciencia de Cristo si no la recibe como alimento participando de la Palabra y del Pan. Tal paciencia no es una virtud moral; es la expresión temporal del amor con el que Jesús ha amado a los hombres hasta el fin.

Al renovarnos sin cesar interiormente, la participación del Pan nos introduce en la acción de gracias de Cristo, que se entrega al amor en el despojo de la cruz; de esta forma nos da la garantía de la victoria decisiva obtenida sobre la muerte. Pero la escucha de la Palabra no es menos necesaria, ya que, penetrándonos con su poder, la Palabra nos modela progresivamente según la imagen de la paciencia de Cristo.

MAERTENS-FRISQUE

Artículos Similares